
Caminaron largo y tendido y cuando ya se creían a punto de llegar, y quisieron mirar atrás para sentirse el pecho henchido de orgullo y satisfacción, descubrieron que no había sendero recorrido, ni huellas de pasos o andadas.
Una quietud estoica de selva impenetrada los saludó, solo que no era agreste aquel suelo sin historia, sino sedentario e indomable. Jubilosa, ajena al sudor y el esfuerzo de tantos siglos desperdigados sobre una tierra inerte, la quietud les prestó atención solo el tiempo que le tomó a una ráfaga de viento el abrazarse a otra y envolverlos en una cadeneta macabra. Quisieron protestar pero ya la calma no estaba detrás sino adelante, y de pronto no estuvieron seguros si se habían dado la vuelta sin querer y andaban ahora en el mismo sentido opuesto ya recorrido.
Lo peor de esta nueva inmensidad es que está preñada de vacíos y puntos de referencia que se indican a ellos mismos, pensaron al mismo tiempo.
Pero lo peor de estar perdido radicaba en el saberlo, y esa sabiduría, nacida desde adentro, comenzó a extenderse sobre el polvo sedimentado, sobre la quietud inerte, sobre el pasado y el presente y el futuro. Y se extendió tan lejos como pudieron divisar sus ojos, cansados ya, como cualquier ojo humano que por el entusiasmo de llegar ha dormido poco.