No me regales rosas, regálame sonrisas.
Y las pondré en floreros con los que adornaré cada espacio mustio de la casa
para que huelan a sonrisas mis tardes y mis mañanas.
No me regales joyas,
regálame caminos,
y dejame correr descalza por ellos,
y ensuciarme los pies,
y regresar a casa con tres o cuatro
espinas y arañazos,
pero con polvo de camino andado
metido entre los dedos.
No me regales fiestas, regálame la música,
y no tengas miedo de cantar muy alto
porque toda yo puedo volverme oído,
y toda yo puedo escucharte,
y bailar al ritmo de una música cualquiera
siempre y cuando tu seas la música y la música seas tú.
Regálame, quizás, lo que no pido:
esos momentos de luz donde me anido a la sombra
y encuentro una quietud que sin saberlo me comprende.
Ahí, a merced de la nada, donde no llegan los regalos,
quizás habite esa parte de mí que no sabe de recesos,
y que busca, sin saberlo, la ingravidez placentera de simplemente estar.